Subiendo al monte Lykavitós de Atenas

Lo verán escrito de mil formas, todas correctas y ninguna adecuada o viceversa: Lykabitós, Likavitós, Lycabeto… Con K o con ce, con y griega co con latina, con tilde o sin ella. Pero el significado es el mismo: alude a los lobos que antaño habitaban la frondosidad de las laderas de esa colina.

Porque se trata de una colina que es la más alta de Atenas (227 metros), descollando ampliamente sobre los tejados rojos de la capital griega como si se tratara de una gigantesca pirámide solitaria.

Siguiendo la costumbre, la leyenda sobre su origen es magnífica: Atenea deseaba que el templo que le iban a dedicar en la vecina Acrópolis estuviera más cerca del Olimpo celeste, así que arrancó una enorme roca del monte Pentélico (una montaña situada al noroeste de la ciudad de donde se sacó el mármol para el Partenón) para que sirviera de base al edificio. Lamentablemente para ella, durante el traslado se asustó por una mala noticia que le trajeron dos negras aves de mal agüero y se le cayó donde está ahora.

Esa mole caliza tapizada de verde vegetal tiene un zigzagueante sendero que permite subir a pie hasta la cima desde la calle Luukianou a los más valientes, aquellos que se atrevan a afrontar el abrupto desnivel bajo el implacable sol mediterráneo. Los cobardes, agotados por el pateo de la jornada, optamos por el funicular de la calle Ploutarhou, aunque para llegar a la estación también hay que caminar cuesta arriba un rato.

El funicular sale cada cuarto de hora desde las 8:00 hasta las 24:00 y no es muy caro, unos 5 euros. Los atenienses pueden subir directamente en su coche por Sarandapihu hasta el teatro que hay arriba, en la cara oriental; no es antiguo sino de 1965, construido a instancias de una famosa actriz griega que propuso reaprovechar la vieja cantera abandonada. Acoge funciones en verano.

En lo alto del Lykavitós hay una pequeña iglesia blanca decimonónica dedicada a Agiós Giorgios (San Jorge) y un restaurante. También las mejores panorámicas de Atenas, que en los días claros alcanzan hasta el Pireo, el golfo de Salamina y las islas Sarónicas, así como las montañas del Peloponeso. Suele soplar una fuerte brisa: aviso para los que se queden hasta tarde para ver el ocaso, experiencia recomendada por otra parte.

Foto: Andrzej Otrębski en Wikimedia

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